23.2.07

sobre moral y literatura

En la audiencia no pasa gran cosa. Después sí.
Fui con F., porque por motivos que no vienen al caso yo no puedo firmar esta vez, asi que R. le dice a F. que nos de una mano y me acompañe.
Con F. había hablado algunas veces por teléfono, y la había visto antes solo una vez. Habíamos hablado de ella con R, y coincidimos en este somero diagnóstico: pese a no tener casi tetas y a que su culo no es gran cosa, F., por algún extraño motivo, está muy cogible.
Trato de descubrir cual es ese extraño motivo mientras, en silencio, o intercambiando trivialidades, ella, la cliente y yo esperamos a que la mediadora termine las actas que acreditan la incomparecencia de la requerida.
Y por mas que intento sigo sin saber que es. Me concentro en su pelo rubio de verdad, sus ojos celestes, de brillo acuoso, su boca de labios finitos rosa claro, su piel blanca y poco lustrosa, su delgadez equilibrada. No lo sé. Hay que hacerle justicia a sus hermosas y sólidas piernas, aun cuando los pies son un epílogo que deja que desear: algo grandes y de uñas toscas; debilitan mi deseo, mas todavía así, embutidos como están en esas sandalias rojas del montón.
Y hay que decir que esos pies, uñas y sandalias no casan mal con ciertas inflexiones de su voz cuando uno habla con ella mas en confianza, escapando a la gélida y estructurada cortesía profesional. “Es bastante guarra” sentenció R. Yo no lo había notado a simple vista. Es que tiene una cierta fachada de delicadeza femenina bastante verosímil, solo con atención se advierten los resquebrajamientos de los bordes.
Pero aun cuando ahora los advierto me sigue pareciendo una mina bastante comestible.
Ya cuando bajamos por el ascensor, terminada la audiencia, intuyo que la cálida contigüidad, forzada por lo reducido del espacio, está lejos de resultarle desagradable. Salimos a la vereda (tarde de caballito, lector, favor de situarse en tiempo y espacio, si me hace la gentileza) y nos deshacemos de la clienta en la primera esquina, luego de tolerar amablemente una última reiteración del rosario de sus achaques de salud.
Supongo que nos vamos a despedir después de cambiar unas palabras amables y unas débiles e inocentes miradas de flirteo (son las dos de la tarde, yo no tengo gran cosa para hacer pero ella no lo sabe, y a esta hora cualquier abogado que se precie tiene aun bastantes pendientes por delante). Sin embargo, me informa que vive por ahí (sola, deduzco) y me invita a tomar un café en su departamento. Puedo anticipar lo que viene y juro que no lo quiero. Son estos los momentos en los que se pone verdaderamente en juego la fidelidad masculina, después es demasiado tarde. Son estos los instantes que hay que conjurar. Son las decisiones equivocadas en este tramo de los acontecimientos las que echan a perder las posibilidades de ser bueno. “Claro” le digo, y me juro (y no me lo creo) que solo voy por un café, y que hasta ahí es lícito llegar.
Todavía podría alegar en mi defensa que todo lo que vino después me tomó de sorpresa. Podría claro, si no hubiera apagado mi celular “por las dudas” ni bien ella enfila a la cocina, luego de que entramos a su departamento. “A lo mejor solo quiere tomar un café “ me digo, en una esperanza en la que se mezclan la decepción y el alivio. Pero la esperanza dura poco, dura hasta que vuelve, descalza, no con los cafés prometidos sino con dos tragos (vasos transpirados/hielo/rodajita de limón).
“Por el calor” es la sumaria explicación del cambio, y me mira de frente mientras termina la frase con un brindis seco contra el vaso que sostiene mi mano inmóvil. Y yo calculo que lo que F. tiene de cogible lo tiene sin duda en el brillo lascivo de sus ojos alzados, en esa media sonrisa de costado, con los labios finitos apretados.
Apoyándome apenas la mano de en el pecho me invita a sacarme el saco (supuestamente por motivos idénticos a los que justificaron el cambio de bebida). Irónica cortesía en el tono, subrayada con una mirada ambigua.
Es este el momento en el que barajo las opciones disponibles y no me cuadra ninguna. Me resulta chocante no sacarme el saco e irme ahora de repente, sin tomarme el trago (o apurándolo y huyendo). No estoy muy seguro de cual es la manera elegante de volver sobre mis pasos hasta el momento en el que estamos en la calle y ella me invita a venir. Todo lo demás ha sido consecuencia lógica de esa aceptación, ha sido un desarrollo por demás coherente, no hay nada que objetar. Me resisto entonces a quebrar esa coherencia inercial, a sorprender a F. de un modo tan poco grato, a obtener de su rostro un rictus de desagrado o una mueca de fino sarcasmo remarcando mi cobardía. Debería decir en mi favor que no tolero el efecto estético de las escenas y los reproches, siquiera los esbozados. No soportaría que se me eche en cara el recular una vez que he llegado hasta ahí. Pero claro, asumo que las mías no son excusas que pueda blandir plausiblemente frente a ustedes.
Ahora bien, frente a estos argumentos no se alza ningún valor de solidez moral que me obligue a actuar de otro modo. De repente, no recuerdo muy bien en que consiste mi moral. O mas bien, entiendo los términos conceptuales del disvalor moral de la infidelidad, pero no siento su peso. No entiendo como el ruido de ese discurso tiene alguna relación con la dirección de mis actos.
Pero si no está presente el peso de la opción moral, si lo está el de la fatiga. Sacarme la corbata, luego la camisa... acciones que me represento de pronto como un esfuerzo mayúsculo, un escenario mucho más cansador que el del coito en si mismo. Todo esto me da mucha paja, pienso. Me da paja romper la inercia de la situación y rajar, me da paja darle al curso de los acontecimientos el impulso natural que se espera de mí.
Creo yo que lo que me termina de decidir es esta imagen: Ella se aleja unos pasos por el living, de perfil, se pone en puntas de pie para buscar un disco en una repisa. El cuadro de sus gemelos perfectos en tensión, las franjas elásticas de musculatura latiendo bajo la carne blanca, y por encima, el movimiento ondulante de la falda del vestido negro hasta la rodilla, holgado en su tramo final, ceñido en el talle.
Supongo que todo eso tiene algún efecto atendible sobre mis terminales nerviosas. Supongo que eso es lo que me pone la pija boba y querendona. Supongo que eso es lo que dispara un impulso (en el que sospecho que no interviene ya nada parecido a la “libre decisión”) de avanzar hacia delante, de tomarla por la cintura (que maravilla de cintura) de besarla con lengua sin preámbulos, de tomar los extremos de la falda de su sencillo vestido negro y sacárselo de un tirón por encima de la cabeza.

Bueno sí, cogemos. Era lo que se esperaba de mi, ¿no?. ¿O acaso algún lector ponía fichas por otro desenlace?. Me pregunto como hubiera sonado, por ejemplo un “No, decidí que no estaba dispuesto a engañar a Julia y luego de ensayar unas torpes excusas me fui. Fue un poco tenso bajar juntos en el ascensor (también estrecho). En el palier nos saludamos incómodos con un beso fugaz en la mejilla, yo evité su mirada. Y ya solo, en esa vereda de caballito inundada por la blancura de un sol cruel, me sentí un poco estúpido pero satisfecho de mi decisión”
¡Que asco! ¿Hay alguna posibilidad de llamarle a eso literatura?. La opción por la inmoralidad es a las letras del siglo XX (o XXI, no me jodan con detalles pelotudos) lo que la tuberculosis a la del siglo XIX: un componente esencial. Que dios nos salve (si existe) de los personajes que eligen las opciones moramente correctas.
Me tomé la licencia de lanzar esta digresión justo en el momento en el que, asumo, los lectores esperaban otra cosa. ¡Detalles!. No voy a darlos. A otra parte con su morbo señores, estoy hablando de algo serio.
Además, bien mirado, ¿qué podría contar?. Que me decepcionó un poco la sequedad de su piel, que sin embargo eso no hizo que remitiera mi erección, como tampoco los hizo la verificación del escaso encanto de sus pezones. Que la llevé a horcajadas a su cama, ya desnudos, la ropa desparramada por el suelo en el otro ambiente. Que usamos forro, que le chupé la concha, que no me chupó la pija ni le solicité que lo hiciera. Que adoptamos la postura del misionero...
¿Que es todo eso (que tanto puede ser cierto como no, lo mismo da) mas que chabacana pornografía, y encima, palabrera?.
Bueno, yo creo que alcanza con que diga que no la pasamos mal. Es decir, que no la pasamos mal dentro de las exiguas expectativas que uno puede tener de un encuentro de este tipo. Porque, veamos: ¿que es lo que se puede esperar realmente del sexo entre dos casi desconocidos?.
El sexo sin amor es uno de los aspectos mas sobrevalorados de la civilización occidental. Suena fulero, incorrecto y hasta bolas tristes decir que no se disfruta gran cosa del mero coito con una fulana cualquiera que uno conoce por ahi.
Pero la verdad es que el coito es una cagada, una mera descarga, la satisfacción de una necesidad vulgar. Está al mismo nivel que la ingesta de un sánguche de miga cuando se tiene hambre.
En ese contexto, en el contexto del relativo pudor por la propia desnudez, del desconocimiento total del cuerpo y las preferencias del otro, de la levísima culpa, de la sensación de no saber bien para que se hace todo eso, de la sorpresa y el desconcierto frente al sabor de la saliva y la piel ajena, de la pregunta inevitable de si uno no la debería estar pasando mejor (¿esto es todo?), puede decirse que no estuvo tan mal. Sumamos un orgasmo cada uno, y ella pareció bastante conforme. Palo y a la bolsa. El orgullo pueril del cazador, el regodeo lánguido de la víctima.
¿Que más puedo agregar?.
Me vestí y me fui. Fue un poco tenso bajar juntos en el ascensor (también estrecho). En el palier nos saludamos incómodos con un beso fugaz en la mejilla, yo evité su mirada. Y ya solo, en esa vereda de caballito inundada por la blancura de un sol cruel, me sentí un poco estúpido pero satisfecho de mi decisión.
* * *

-hola
-hola R., que haces?
-como andas boludo, que hacías?
-ahora nada, hace un rato me cogí a F.
-hijo de puta, me estas jodiendo, en serio?
-si, en serio
-y que tal?
-bien, no se
-pero... y julia, la fidelidad y toda esa historia?
(amigable sorna en el tono).
-...
-vos no eras bueno?
-bueno, si... a veces si, a veces no.

19.2.07

Nada de nada para decir che, salvo hablar un poco de algun libro que estoy leyendo. Finalmente terminé "El intocable" de Banville, depués lei "Pastoral Americana" de Roth, y ahora volví a Banville. Imposturas no me gusta tanto como el intocable, o ya no estoy en el humor adecuado para este tipo de literatura de estilo tan garboso e imágenes tan ricas pero donde la trama avanza mas bien despacio. Además, lo que en El intocable me parecio original y peculiar retorna en Imposturas como mera reiteración. Por momentos olvido que son distintos libros. Idénticas peculiaridades en la voz narradora, identica morosidad en la aparición de los elementos del argumento. Y en los dos, una prosa preciosa, sugerente, extraordinaria, que ya me tiene medio podrido. No se si tengo ganas de seguirlo, dejarlo a esta altura (mas de la mitad) me da cierta pena. Ademas está claro que el tipo escribe bien. Pero me devoran las ganas de leer otras cosas.
Por ahi se pone bueno. Pastoral, por ejemplo, recien me empezó a gustar pasada la mitad. El primer tercio se me hizo tedioso, y despues empezó a repuntar (o le empecé agarrar la mano). La segunda mitad del libro es poderosa como una patada en el paladar, me alegré mucho de no haberlo dejado y haberle tenido paciencia.
Y en general la tengo, desoigo ese consejo que Borges recibió de su padre, la idea de que si la atencion no es conquistada de entrada, ese libro no es para uno y hay que dejarlo.
Igualmente, creo que le estoy errando el viscachazo a los libros que elijo. Emplee el tiempo libre del verano en literatura demasiado pasatista y llana, justo cuando tenía oportunidad de concentrarme mas a fondo y por mas tiempo. Y ahora pretendo leer a Banville en el tren, subiendo el volumen del ipod para no escuchar el sonsonete del manisero.
De Absalon por ahora me olvido.
Se viene menos que cero. Si es como American Psycho está al alcance de cualquier oligofrénico.